En las plataformas digitales, se lee una consigna repetida: “todas somos Mía”. Sin embargo, entre esas palabras y las ilustraciones de este libro, se abre un espacio más íntimo y desgarrador. La verdad que atraviesa cada página es la confesión de una mujer, una historia que pertenece solo a Laura, como si el destino pudiera escribirse en susurros y remiendos invisibles. Mía es el eco de una vida que, pieza a pieza, ha aprendido a sanar sus propias grietas, a coser una piel que es armadura y también herida.
Laura se muestra en su solidez, con una fuerza que parece brotar de lo inquebrantable. Pero su valentía no está libre de vértigos; su vida ha sido un salto al vacío donde cada caída se siente como un aprendizaje. Su camino es de quien avanza dejando atrás aquello que ya no puede cargar, de quien, sin mirar atrás, convierte el abandono en sanación y el dolor en transformación.
Entre estos versos y estas ilustraciones, Laura se revela como guía, como lucero para aquellas que buscan una salida en su propia oscuridad. Ella ilumina, pero sin dejar de arder, con esa chispa que solo poseen las almas que han aprendido a sobrevivirse a sí mismas. Y, sin embargo, entre la fuerza, también aparece el silencio, el vacío, el refugio en lo propio.
Este no es el libro de cualquiera; Mía es un latido que retumba para aquellas que son capaces de escuchar el ruido del silencio y ver en las sombras su propio reflejo. Este es el grito que rompe moldes, el que derrumba máscaras. Laura no es una más; es una presencia que resuena y transforma, que se desliza por cada recoveco y lo ilumina… o lo oscurece. Aquí, cada palabra es un estremecimiento; cada página, una confesión que late, sangra y vive.